Así como en la guerra, esta crisis no está dejando
trabajadores indemnes. Y por supuesto, al mencionar a trabajadores no excluyo a
aquellos, que además son socios de la empresa donde trabajan. No haré esa
distinción entre capital y clase obrera.
Es evidente que ha habido muertos y mutilados por el
camino. Pero cuando afirmo que no hay trabajadores ilesos, lo hago no tanto
porque la práctica totalidad haya perdido poder adquisitivo, sino por las
secuelas emocionales que se han instalado en las relaciones laborales dentro de
las organizaciones.
Cuando las personas abordamos una situación de cambio, pasamos por distintas fases progresivas a las que se asocia un estado de ánimo dominante. Es importante reconocer ese momento y su traslación emocional para poder así interpretar el comportamiento propio y de los demás. De forma sucinta, me centraré en este post en las etapas iniciales.
En los primeros momentos, empezamos a presentir sucesos que pueden o no
acontecer, pero que desde luego nos preocupan sobremanera, restándonos capacidad
de atención y diligencia. Cuando esas amenazas anteriores cobran realidad,
entramos en un estado de shock, que
nos bloquea por miedo, sobretodo, a perder un estatus, un confort o una
estabilidad. Por supuesto, esto no hace más que retroalimentar pensamientos
negativos disparando la ansiedad y los desvelos.
Cómo no hemos sido plenamente conscientes de los motivos
que nos han llevado a determinada situación, y además no hemos participado en
la toma de decisiones para enmendarla, cualquier planteamiento de cambio choca
con una brutal resistencia. Tendemos
a irritarnos, buscando culpables y causas que nos apacigüen. Y éstas, cuanto
más lejanas y más fuera de nuestro alcance, mejor: ZP, Rajoy, Lehman Brothers,
las hipotecas subprime... Al fin y al cabo, el mejor amigo del hombre no es el
perro, sino el chivo expiatorio.
Dado que la realidad es tozuda, acaba imponiéndose; y no
nos queda más que aceptarla. Eso sí primeramente esta es una aceptación racional, a regañadientes, “porque
no me queda otra”; que no hace más que frustrarnos porque nuestras expectativas
no se están cumpliendo. “Conforme. Acepto entrar en un ERE, pero que sepas que
te la voy a estar guardando. Así que no me pidas nada extra”. Hasta que no haya
además una aceptación emocional
seguiremos embarcados en un estadio de nostalgia de que cualquier tiempo pasado
siempre fue mejor. Y me temo que aquellos van a tardar en volver.
En la próxima entrada, abordaré las fases finales de
apertura e integración.